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  • Foto del escritorevapulido69

Beatrice.

En su marmórea piel se había recreado la naturaleza para dejar constancia de que Beatrice, heredaría toda la belleza de sus ricos antepasados, fenicios, árabes y hebreos. Su familia era el resultado de una mezcla imposible de todos los pueblos, que a aquella maldita tierra habían llegado, para quedarse y añadir a sus piedras el peso que acarrea la historia de cada uno. No solo la belleza acompañaba a Beatrice, también una inteligencia y un carácter sereno, la habían hecho merecedora de una fama de diosa intocable, para todos los que habían intentado seducirla con cárceles de oro y una vida de cómodo desinterés.

Por eso, cuando Beatrice decidió tomar los hábitos y unirse a la congregación de las Siervas de Jesús, un revuelo de incomprensión y egos despechados, fue el encargado de dirigir el mal intencionado sentido de cada uno de los corros, mentideros y tertulias de aquella despreocupada y egoísta ciudad.

Y no es que Beatrice huyese de algo, simplemente el hastío y la clarividencia con la que observaba todo lo que la rodeaba, la llevaron a escoger el lugar donde debía estar cuando todo se derrumbase. Eso llegaría pronto, con el fatídico y repetitivo ritmo universal de eufóricas prosperidades y apocalipsis, a las que el hombre sucumbe una y otra vez desde el principio de los tiempos, sin aprender nunca donde estuvo el error o el acierto. Así, cuando se secasen los ojos de lujuriosos pretendientes, devorasen a todos los suyos lobos con codicia de mercader veneciano y la soberbia de los que dirigían el carro, nos despeñará alegremente, ella estaría con los que nada tienen.

Todo comenzó un día cualquiera y como si de una plaga divina se tratase, el mal escogió a los mas inocentes y débiles del orbe. La enfermedad se cebaba sin perdón sobre los ancianos, que entre resuellos, intentaban llevar a sus pulmones ardientes en fiebre, bocanadas vacías, en las soledades de sus lechos.

En el convento no quedó rincón, desde el que una mano suplicante llamase la atención de Beatrice, reclamando alguien en quien depositar una última mirada. Ella sabía que sus viejos no tenían miedo a morir, pero si a morir solos.

Por eso, cuando el temor de que su mente exhausta pudiese hacer mella en una memoria que ya rebosaba de iris dilatados, labios agrietados y olor a muerte, Beatrice comenzó a escribir, con primorosa caligrafía, en la libreta manchada con las huellas de sus dedos macerados en ungüentos que nada curaban y que hasta entonces solo contenía una fría lista de nombres, horas y fechas en las que los infelices apestados pasaban a otra vida, todos los mensajes que aquellos moribundos no querían llevarse consigo.

Ni el cansancio de sus huesos, ni las llagas que la dura máscara gravaba en su rostro, ni el desconsuelo que producía en las otras hermanas, el ver como los muertos se acumulaban en todos los habitáculos del antiguo convento, lograban que Beatrice desistiese de su empeño o cambiase el semblante sereno y tranquilo, capaz de insuflar la vida suficiente en aquellos desdichados, que les permitiría liberar en su oído, las palabras que los dejaría ir en paz.

El tiempo de morir pasó, las celdas del convento volvieron a llenarse de la luz fresca y ligera que el viento de la primavera, esta vez, ningún mal secuestró. En la biblioteca de paredes gruesas y cristaleras emplomadas, un pequeño trasiego de visitantes se acerca en respetuosos intervalos de tiempo, a la gran mesa del centro de la estancia, donde sentada en una silla de asiento y respaldo de grueso cuero, la madre bibliotecaria maneja gruesos tomos de libros también encuadernados en cueros, que hacen que la estancia mantenga el olor adecuado de la sabiduría.

Sofía se acerca a la gran mesa y da un nombre y una fecha a la hermana bibliotecaria. De boca de la hermana, Sofía escucha la lectura dulce y pausada de las palabras que su madre pronunció para ella, el día de su muerte. Y como si de una música sanadora se tratase , sonríe agradecida a la hermana y se despide.

En la puerta de la biblioteca una placa reza.

Sor Beatrice, sol en la vida y bálsamo en la muerte.









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